Hablar
de Jaime Fernández Molano es recordar los primeros talleres literarios, su
presencia de novel escritor, su crítica mordaz pero también su abrazo fraterno de amigo sincero; que dice
las cosas sin adornos y siempre tratando de dar lo mejor de sí.
Gonzalo
Arango escribe unos versos que me parecen una fotografía literaria de Jaime Fernández:
“Inteligente como un tratado de magia negra, ruidoso como una carambola a las
dos de la mañana”. Ese es él. Alquimista, alfarero que hace extrañas mezclas de
ternura y terror en todo lo que hace. Un rebelde que escribe textos intimistas,
confidenciales, donde habita un ángel tierno que lo destruye todo. Un pájaro de
ojos abstractos que picotean el pubis o “la carne abierta e inmaculada de ese
pecado púber que llevo hasta la conversión de pequeñas hetairas”.
De
Charles Baudelaire aprende a ser blasfemo como única esperanza del desamparo.
Con él ennoblece la furia y la apacigua casi hasta el llanto. De Poe aprende el
manual para ser expulsado de un colegio en tres minutos. Poe fue expulsado del
West-Point, Jaime lo imita y sale expulsado de varios colegios de Villavicencio
y otros pueblos vecinos; pero aprende de Poe lo más valioso “el lirismo etéreo encarnado
en esa mágica música del lenguaje”.
Y
vienen más: Rimbaud, Kafka, Nietzche, Kavafis, Borges, quienes señalan la culpa
heredada de los dioses, su desesperación, su delirio, sus sombrías ideas de la
muerte. Porque Jaime prefiere “la muerte al olvido”. Que lo odien, murmuren de
él hasta el cansancio, pero que no lo olviden.
Erro
que cometemos con frecuencia, como si quisiéramos que Jaime Fernández Molano
siguiera los efluvios de una espiritualidad atormentada.
Vicente Casadiego
León
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