No
voy a escribir sobre el valor literario de los textos de Juan David. No es el
momento. Aunque quizás otro, o yo mismo, lo haga después. Voy a tratar de
explicarme cómo, un niño de nueve años, que escribe desde los cinco, en un
medio casi extraño a la creación y al arte; en donde las instituciones
educativas continúan practicando criterios que, de tan ortodoxos, se vuelven
obsoletos; en donde la sociedad rechaza a alguien por el sólo hecho de ser
diferente; en un espacio en donde la norma se aplica por encima de las
singularidades, “porque así lo establece la Ley y ese es el procedimiento”; en
un medio, en fin, que se planta sobre sus prejuicios para desconocer la
diferencia e invisibilizar al otro.
Leí
los textos de Juan David antes de conocerlo y de conocer a sus padres. Debo
decir que me admiró su facilidad para imaginar historias; la frescura de los
temas y la desfachatez para tramar los enredos de los personajes.
Después
de conocerlo y de conversar un par de horas, y luego de conocer a sus padres,
empecé a comprender cómo y porqué este niño escribe tales historias. Lo que
percibo es lo siguiente, y lo digo para que otros comprendan que existen otros
caminos diferentes de los trazados por el sistema educativo, defendido por un
ejército de docentes acríticos que se resisten a cualquier innovación que no
haya sido avalada por la historia.
Creo
que, aún sin saberlo conscientemente, sus padres aplicaron la pedagogía más
efectiva en cualquier relación con el otro: la pedagogía del amor.
Comprendieron que Juan David, sin ser un genio, era un niño con mundos
diferentes del de los otros niños. Aprendieron a tratarlo de forma especial y a
incentivar su gusto por contar historias. Su entorno familiar (abuelo, padres,
amigos, mascotas, otros seres humanos y no humanos) se fueron constituyendo en
el nicho donde Juan David imagina y trama sus historias.
Su
madre, principal aliada y cómplice en sus aventuras, empezó a escribir las
historias que Juan David le contaba desde que tenía cuatro años. Otras veces le
lee cuentos o le narra anécdotas de la familia. Muchas, lo anima a viajar con
el abuelo a disfrutar de las jornadas de pesca. Las más, se embelesa con las
historias de otros mundos en los que todo ocurre de manera diferente; en donde
todos los seres conviven buscando la armonía, la felicidad y el amor.
En
todo este proceso fue importante el encuentro de Juan David con el abuelo que
cuenta historias: Jairo Aníbal Niño (el que nos enseñó La alegría del querer).
Con la intuición y la sabiduría que conceden los años y el trabajo, Jairo
Aníbal le insufló el hálito necesario para que a ese niño de cinco años, que
sorprendió al maestro, no le faltara ni la imaginación ni el deseo inaplazable
de contar historias.
Este
libro es importante porque presenta una visión original del mundo, de la vida,
y de las relaciones entre todos los seres; porque es una apuesta por la
literatura escrita por niños, aunque no necesariamente para niños; porque es un
ejemplo de que es posible construir otros mundos, más justos, más apacibles,
más tolerantes y comprensivos; un mundo en el que, como decía Heiddegger, el
ser pueda volver a encontrar su morada. Sin embargo, en los últimos textos, el
mundo se vuelve más amplio, más problemático, más diverso, pero no por eso
menos vivible.
Henry
Benjumea Yepes
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