Vienen de lejos estos
textos de Paloma. Traen historias milenarias y, sin embargo, recién contadas.
Sudan poesía. En la mayor parte de los textos, el yo poético se extasía ante la
apabullante proliferación de recuerdos, vivencias y posibilidades de la
realidad. La poeta, de forma apenas perceptible, fuerza la memoria, a veces
hasta la deformación, para transformar el poema en una suerte de oruga con la
facultad de presentarse ante el lector con la apariencia que la fricción, entre
uno y otro, configure. Y digo fricción, porque deben frotarse, agitarse sin
desespero, para que su esencia emerja y se deje saborear sin el tufillo de
alcíbar que contienen.
Asombran estos poemas
porque en ellos lo humano y lo no humano han alcanzado el mismo rango y el
mismo derecho a la existencia. Se reconcilian en una suerte de fraternidad
cósmica en la que el universo se convierte en la nueva morada del ser, y dios
en su anfitrión.
Por ese universo
desfilan, en un nuevo orden, que transgrede y reta la tradición, los seres que
han tocado sus fibras, tensionadas hasta el borde del colapso. La familia, los
amigos, los animales, los elementos primarios que nos constituyen, desfilan,
vivos o muertos, pero con la fuerza suficiente para sorprendernos y sacudir el
cieno de los ojos. Acuden, a veces presurosos, otras con pereza, al llamado de
la memoria, que con todas sus argucias resiste el asedio del olvido, esa forma
postrera de la muerte. Así, el poema convoca lo indispensable para el goce
estético que sucede a la emoción.
Pasaría de inconsciente
quien, luego de leer este poemario, no sienta siquiera un atisbo de vergüenza
por la historia humana. En el amplio escenario del poema, la ternura, la
comprensión, el afecto, diferentes formas del amor, luchan por convivir en paz
con la fuerza, la incomprensión y la violencia, manifestaciones extremas de la
impotencia:
“Mi hogar era una casa
de poemas y sangre,
silencios asesinos y
perfumadas palabras…”
La poeta, consciente de
su quehacer, atesora el mayor cúmulo de experiencias para verterlas,
transformadas por la estética, en saetas que, sin herir, despierten del letargo
de los siglos al ser que duerme plácido en un mar de gelatina, al decir de don
Estanislao Zuleta. Y lo hace sin lamentos, sin quejas, sin un asomo de rabia o
desesperación. Apenas con un toque de nostalgia, no la de la saudade, ni la de
la añoranza, sino la que nace al comprender que los recuerdos (ese cúmulo de
vivencias) no sirven para cambiar la historia, apenas, si acaso, para
reinventarla.
Henry Benjumea Yepes
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